Un texto sobre el padre ausente
de Ángeles Mastretta.
¿Es en junio o en julio el día del padre?
Lo han de saber los
inventores de la fecha. Cuando mi padre murió hace veintidós años no existía el
día del padre, y desde que está muerto, yo festejo todos los días el día del
padre. No le compro regalos, pero converso con el atisbo de sonrisa y la
continua duda que hay en el gesto del retrato en que lo busco.
Me pregunto si habrá una edad en que las huérfanas dejen de
buscar a su padre. Porque cualquiera está dispuesto a compadecerse de una niña,
de una adolescente, hasta de una joven que ha perdido a su padre, pero una
cuarentona con la orfandad a cuestas es más patética que conmovedora. No crean
ustedes que no lo sé, pero tampoco crean que el saberlo me ha servido de algo.
Toda yo, con todo y mis deseos y mis recuerdos, acudo como al agua al dolor de
ser huérfana.
A veces voy por la calle cantando una canción o jugando con mis
hijos a encontrar figuras en las nubes, y de repente ahí están, como en un
sueño del que no gozan suficiente, un papá y una hija conversando de nada, una
hija y un papá haciéndole al futuro un guiño al despedirse, un papá que lleva a
su hija a comer fuera, una hija que acaricia la nuca de su padre vivo como un
tesoro, un papá y una hija que no saben el lujo que es tenerse ni mal sueñan el
precipicio de perderse.
Entonces me atormenta la más cruda envidia, la envidia que
provocan quienes tienen papá y juegan o desperdician sin recato el placer de
tenerlo.
Tener papá siendo adulto debe ser como andar por la vida bajo un
paraguas inmenso, como poder caminar sobre el océano, como encontrar la olla de
oro al final del arcoiris, como haber escrito ya las treinta novelas que me
gustaría escribir.
No sé, pero hace mucho tiempo imagino que tener de vuelta al
abuelo de mis hijos sería existir de otra manera y asirme a la existencia del
modo más seguro en que uno puede asirse.
Tal vez la pena sería menos intensa y la pérdida más fácil de
aceptar si yo hubiera acabado de hacer las cosas que las hijas deben hacer con
sus padres, mejor dicho, si hubiera podido al menos empezar a decir las que mi
torpe lengua de adolescente no llegó ni a pensar.
Yo tengo siempre a disposición de mis propios oídos o de quien
quiera oírme, una larga serie de cosas que no dije y otra de cosas que no hice
por mi padre. Habitualmente me las callo, pero a veces me salen en los momentos
más impropios y agobio a gente que me mira con ganas de no volver a verme o a
gente que pena penas mayores y por lo mismo tiene piedad de mí.
La penúltima vez que acudí al oculista, al terminar la revisión
de rutina, el buen hombre tuvo la audaz idea de preguntarme aparte de mis ojos
cómo me encontraba de salud general.
-Pues mire -le dije-, hace una hora que salí de mi casa, justo
al cerrar la puerta, tuve la precisa sensación de que mi padre, que murió hace
veinte años, había muerto hacía un minuto. De lo demás estoy bien.
El doctor me había visto dos veces antes de aquélla y hasta ese
momento se había creído mi oculista, no el encargado de mi terapia
psicoanalítica. De cualquier modo me puso la mano en el hombro y dijo:
-Me alegra que de lo demás esté bien.
No volví a visitarlo en cosa de año y medio. Nuestro siguiente
encuentro pudo ser de rutina, sin embargo al verme en la antesala me abrevió la
espera, me hizo pasar a su despacho y se sentó conmigo en uno de los sillones
para los pacientes.
-¿Se acuerda de mi esposa?- preguntó-. ¿La señora que me ayudaba
a llevar la consulta?
-Claro -le contesté, recordando la calidez de aquella mujer
delgada y guapa.
-Murió de repente -me dijo, desde una tristeza como pregunta.
-Pobrecito -dije abrazándolo-. ¿De lo demás cómo está?
Luego nos miramos como dos viejos amigos y desde entonces somos
amigos.
Así me pasa de pronto. Hace poco, en un restorán italiano,
mientras tres músicos devastaban Torna Sorrento, solté mi desconsuelo sobre el
spaguetti y aún no me recupero de la vergüenza que les hice pasar a mis
escuchas. Hoy me encuentro con este puerto libre abierto al barco de mis
recuentos y no creo que pueda callármelos. Sin embargo, tenemos todos la suerte
de que puedo avisarlo a tiempo y el que no quiera ver cómo bajo mi carga, queda
libre para irse a otra sección, sin necesidad de que intercambiemos disculpas.
Sigo entonces: de todo lo que no dije cuando aún se podía, ahora
lamento antes que nada no haber dicho:
· Papá, no importa que no seas rico.
· Papá, ya entendí por qué no eres rico.
· Papá, cuéntame de la guerra, y de las otras cosas que te
duelen.
· Papá, en un tiempo más no tendrás que mantenernos. No cometas
la estupidez de morirte, porque el resto será la mejor parte. Será un premio la
vida que te falta.
· Papá, tú mismo eres un
premio, y yo sé de la fortuna que es tenerte.